Ana María Resler, memoria viva de Embajador Martini

A lo largo de su historia, Argentina ha sido testigo de numerosas oleadas migratorias que han moldeado su identidad cultural. El 1 de septiembre, Día del Inmigrante, se presenta como una ocasión propicia para reflexionar sobre el abrazo generoso que el país ha ofrecido a quienes llegaron con sueños, y que, con esfuerzo, dedicación y valores arraigados, contribuyeron al desarrollo social, económico y cultural de cada rincón del territorio.

En este contexto, la Asociación Descendientes de Alemanes en La Pampa renueva su homenaje anual a abuelas y abuelos descendientes de inmigrantes alemanes que han vivido, trabajado y formado sus familias en la provincia. Este reconocimiento, que se realiza cada mes de septiembre, destaca el rol fundamental de estas personas como guardianes de la memoria, transmisores de tradiciones, idioma y costumbres que siguen vivas en las nuevas generaciones.

Este año, la homenajeada fue Ana María Resler, vecina de la localidad de Embajador Martini. Integrantes de la institución la visitaron en su hogar, donde compartieron una cálida tarde de charlas, recuerdos y anécdotas que retratan una vida marcada por el arraigo y la resiliencia. Ana nació el 24 de enero de 1928 en un campo ubicado entre los lotes 13 y 8 de Winifreda, La Pampa. Hija de Felipe Resler y Otilia Rainhart, inmigrantes alemanes que, junto a sus abuelos y hermanos, llegó a la Argentina en barco. Quienes trajeron la esperanza de una vida nueva, y con el tiempo, se convirtió en testigo y protagonista de una historia que honra el legado de quienes eligieron estas tierras para echar raíces.

En aquellos tiempos, los nombres se escribían como se entendían, y así fue que en la familia quedaron apellidos con distintas letras, pero con el mismo pulso de sangre y tradición. Ana María nos cuenta que eran 10 hermanos: cinco mujeres y cinco varones. Hoy, a sus 97 años, es la última que queda para contar cómo era la vida entonces:

Los hombres trabajaban la tierra, arando, sembrando, ayudando a vecinos y familiares. Las mujeres cuidaban a los niños de las casas cercanas y mantenían vivo el calor del hogar. Allí, entre ollas y aromas, Ana María aprendió a cocinar las recetas que había traído su gente de lejos: el kaseknudel, el wickel nudel, la riwwel kuchen… Sabores que hoy siguen viajando en la memoria de quienes los probaron.

También cuenta cómo se hacían las casas de adobe. Juntaban la tierra, la bosta de caballo o vaca, y la dejaban descansar al sol. Después, los caballos —y a veces los pies descalzos de los niños— pisaban esa mezcla hasta que quedaba lista para formar los adobes. Su hijo, Chiquito Hecker recuerda entre risas: “¡Pisábamos el barro con los pies!”. Otra ardua tarea demandaban los techos de la casa, cubiertos con paja de trigo, se cambiaban cada cinco o seis años, y así la casa quedaba fresca en verano y abrigada en invierno.

En su memoria brillan también las fiestas de antes: su Primera Comunión en la primera capilla de Colonia San José, los casamientos que duraban días, las reuniones familiares, y aquellos bailes rurales donde la música y las risas se quedaban flotando en el aire mucho después de que terminara la noche.

A los 20 años, Ana María unió su vida a la de Francisco Hecker, un vecino de campos cercanos. Los padres de Francisco ya se habían mudado de Winifreda a Embajador Martini, y él, junto a un hermano, trabajaba en sociedad en un campo de la zona. Más tarde, Francisco lo compró, se casó con Ana María y juntos se establecieron allí, formando una familia con sus cuatro hijos: Aníbal Omar, Celina Florentina, Irineo Silvio y Ángel Osvaldo. Trabajaron la tierra, como se hace en el campo: con esfuerzo, paciencia y amor.

Hoy, con 97 años, Ana María no solo guarda recuerdos… guarda un legado. A su alrededor creció un gran familión: 12 nietos y 23 bisnietos. Y cuando la miran, ven más que una mujer de mirada clara y manos curtidas; ven la historia viva de una familia, de una comunidad y de una tierra que aún conserva sus raíces.

Reconocer las historias de los descendientes de alemanes en La Pampa es más que un ejercicio de memoria: es un acto de gratitud y de identidad. Aquellos hombres y mujeres que llegaron en barco, con apenas lo puesto y un puñado de sueños, no solo trabajaron la tierra pampeana: también la llenaron de cultura, de costumbres, de recetas, de celebraciones y de una manera particular de entender la vida en comunidad.

Cada adobe pisado, cada mesa compartida, cada canción entonada en los bailes rurales y cada palabra heredada del alemán son huellas que tejieron el presente. Historias como la de Ana María nos recuerdan que detrás de los campos y las familias que hoy florecen en esta provincia, hubo sacrificio, fe y amor profundo por esta tierra que los recibió.

Rescatar estas memorias es honrar a quienes nunca olvidaron de dónde venían, pero que aprendieron a echar raíces en suelo pampeano. Es también un compromiso: mantener viva la identidad, transmitirla a hijos, nietos y bisnietos, para que sepan que son parte de una herencia que une el pasado con el futuro.

En cada descendiente late, al mismo tiempo, la fuerza de aquellos que llegaron desde lejos y la nobleza de esta tierra que les abrió camino. Reconocer esas historias es reconocernos a nosotros mismos.

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