Hagamos un circo


Hagamos un circo

Lautaro Bentivegna*
Fuente La Arena

A finales de los años 60 un grupo niños de Guatraché montó un espectáculo callejero que marcó a fuego a una generación entera de esa zona. En esta nota suman sus recuerdos los artistas que comenzaron jugando y terminaron de gira por el sur pampeano.
Una Ford Blanca se abre paso por las calles de General Campos. Acaba de terminar la siesta y la camioneta avanza lento, levantando polvareda y sospechas. Por los altoparlantes instalados sobre la cabina sale una voz nítida que se cuela entre las casas y se pierde en el campo. Todos salen a ver.
“¡Al cirrrrco, al cirrrrco al cirrrrco!
¡Pase momento de sana alegría y diversión!
¡Con arriesgados trapecistas, la cuerda suelta, la cuerda floja, El Adivino y El Fakir!
¡Ría a mandíbula batiente con los payasos Chocolate, Pepino y Pepinucho!
No lo olvide. ¡Hoy a las 17 horas graaaaan debuuuut!
Habrá venta de golosinas y bebidas. Concurra y diviértase.
¡Gran circo Carcarañá! Al cirrrrco, Al cirrrrco, al cirrrrco…”.
Es la primavera del año 1968 pero el sol pega como si fuese pleno enero. El publicista y anunciador lleva un gorro de cowboy y horas más tarde se convertirá en “El Fakir”. Entonces, vestido con una malla minúscula y un turbante de trapos, hará las delicias de decenas de niños cuando le toque acostarse sobre miles de vidrios filosos. Pero antes, procurando engordar la voz hasta el límite, debe garantizar una buena concurrencia para el espectáculo.
Se llama Carlos Hugo Lostuzzi, pero en Guatraché todos le dicen “Chuny”. Y tiene apenas 9 años.

Un juego.
No hay fechas precisas de la primera función que dio el Circo Carcarañá. Nadie sabe con certeza, ni siquiera sus protagonistas, cuándo el juego terminó por convertirse en algo serio. Los fundadores aseguran que la aventura comenzó en el año 1965, en un terreno descampado, a dos cuadras de la iglesia de Guatraché. Pero el período de actividad, con características propias de un emprendimiento artístico, se dio entre 1968 y 1969.
“Arrancamos jugando, imitando a los circos que venían al pueblo. Cuando volvíamos a casa, copiábamos lo que habíamos visto y jugábamos a eso. Hasta que, sin querer un grupo de 10 o 12 chicos de nuestra edad nos fueron a ver”, dijo Luis Eduardo “Cachito” Reier, 61 años, casado con Graciela desde hace 38, padre de cuatro hijos, abuelo de tres nietos, empleado municipal.
“Fue un juego de chicos que comenzó a tener espectadores. Y así prendió la idea de darle formato de circo, para lo cual había que sumar artistas que aportaran otras habilidades”, escribe desde Bahía Blanca Reynaldo Colombatti, ahora gerente de Banco, quien hace más de cuarenta años se incorporó al emprendimiento como el Payaso Chocolate.
“En total éramos siete: los hermanos Luis, Jorge y Carlos Braun, los hermanos Reier, Reynaldo Colombatti y yo. Hubo otros que colaboraron en los inicios pero después quedaron en el camino”, explicó Carlos Hugo Lostuzzi, comerciante, 55 años, padre de dos hijos, casado con Norma.
Y agregó: “Para que te ubiques en el momento histórico: el apogeo de Carcarañá coincidió con la llegada del hombre a la Luna. Eramos muy pibes: el mayor del circo tenía 15 años. El menor 9”.

Eucaliptus.
El terreno donde se armó el circo era casi un descampado que tenía al fondo varios eucaliptus tan altos como viejos. Los dueños del predio eran los Braun, y según cuentan los que vieron a Carcarañá alguna vez, antes de convertirse en anfiteatro, ese lugar solía ser escenario de tiroteos en el lejano oeste o un estadio de fútbol donde River y Boca jugaban la final del mundo. Poniéndole mucha imaginación, claro.
“Todo empezó como un juego de destrezas en las alturas de los eucaliptos. Los Braun invitaron a otros amigos a compartir las habilidades que hacían sobre los trapecios que pendían de las ramas más gruesas”, recuerda Reynaldo Colombatti.
“Sobre esos árboles montamos tiempo después el decorado. El lugar donde hacíamos los diferentes actos era un semicírculo delimitamos con cubiertas de autos enterradas. Los asientos para la gente los hicimos con troncos y tablones”, describe Carlos Lostuzzi.

Misterios.
El decorado, el fondo de la escena, eran sábanas y frazadas viejas y de colores que difícilmente combinaban. Detrás de ese cortinado, estaba el “área de producción”, quizá el lugar donde se concentraban todos los misterios del espectáculo.
“Ese espacio no visible para el público estaba impregnado de ansiedad. Lo importante era que cada número saliera de la mejor manera y para eso todos colaborábamos con todos. Se preparaba un vaso de leche por si el Lanzallamas tragaba querosén -que era habitual-, se vendaba a los trapecistas, se frotaba con alcohol al fakir que desafiaría los filosos vidrios, se elegían los discos que amenizaban cada número y se pintaba a los payasos. Y espiando por entre las cortinas, yo veía como en cada función el público ya no era solo infantil, sino que asistían familias completas, hasta de las más distinguidas del pueblo. El entusiasmo de los aplausos y las risas superaba largamente el arqueo de la boletería”, agregó Reynaldo.
Las cubiertas que delimitaban el escenario también estaban pintadas llamativamente. Aparentemente, una de las mayores preocupaciones de los artistas era el color.
“Cada vez que venía un circo nosotros íbamos y los copiábamos. Incluso hablábamos con los artistas y ellos nos asesoraban. Así crecimos mucho. Una vez, el enano de un circo nos enseñó a preparar las pinturas para que nos maquilláramos como payasos. Nos dijo que teníamos que mezclar cremas, con colorantes y vaselina. También incorporamos lunares de colores, lo que nos daba un aire más alegre. Otra vez, un zapatero del pueblo nos hizo los zapatos con punteras infladas como las que le veíamos a los payasos que venían de afuera. Era increíble el esfuerzo que hacíamos”, agregó Luis Reier.
“A falta de una carpa, el circo ganó espacio sobre otro terreno y así fue que decidimos cerrarlo con una doble fila de bolsas de arpillera cosidas entre sí; dejamos solo un espacio para la puerta de acceso al público y una boletería”, completó Reynaldo.

La luz y el sonido.
El gran sueño de los artistas era llegar, algún día, a tener una carpa como la de los grande circos. Pero eso nunca iba a suceder. Sin embargo, el salto de calidad que les permitió incluso presentarse en los pueblos vecinos, fue la incorporación de la iluminación y el sonido.
Con apenas 15 años, “Cachito” podía resolver cualquier desafío de electricista. En el viaje a General Campos, donde no había a mano una conexión de luz, arriesgó el pellejo para hacer una conexión clandestina con dos alambres. Dieron dos funciones, sábado y domingo.
“Yo me daba maña con los cables y las conexiones, a veces pienso que hubiese sido un gran electricista. Me acuerdo que hicimos las guirnaldas luminosas e incorporamos reflectores. Eso nos permitió hacer funciones de noche y nuevos actos valiéndonos de los efectos de la luz. También incorporamos la pirotecnia para darle un poco más de show”, recordó.
“La música era todo. Con un tocadiscos winco creábamos los climas para los diferentes números. Cuando necesitábamos suspenso poníamos un disco, en las pruebas de equilibrio y destrezas sonaban los valses vieneses”, recordó Carlos.
En una de las dos presentaciones que el Carcarañá hizo fuera de Guatraché, contó con el micrófono en pista, algo que según Carlos y Cacho, le dio al espectáculo otra categoría. “Los hermanos Lehr, también tenían un circo, se llamaban Los Equilibristas Alemanes y jugaban en primera. Ellos nos prestaron el micrófono, lo que nos permitía tener un maestro de ceremonias con sonido amplificado. Ahora nos escuchaban todos. También incorporamos la cantina. Vendíamos golosinas, pochoclos y las gaseosas de la época: Bils y Bidú Cola”, dijo Carlos.

El lanzallamas.
Antes de ser lanzallamas, electricista, payaso y escenógrafo de Carcarañá, Cachito era el terror de los parques de diversiones que llegaban al pueblo. Los Reier tenían una contextura física ideal para llegar a lo más alto de cualquier palo enjabonado que les pusieran enfrente. La mayoría de las veces el billete que se colocaba en la punta, iba a parar a la casa de Cachito.
“Mí número era el Lanzallamas. Me hacía llamar ‘Míster lanzallamas’ o ‘El hombre Volcán’. Y tenía mis trucos. Sabía cómo poner la boca para crear efectos distintos. Entonces las luces se apagaban y las caras de todos se iluminaban con el querosén en llamas”.
-¿Y no tenías miedo? ¿Nunca te pasó nada?
-Miedo no, porque la ilusión y el coraje no dejaban lugar para el miedo. Una vez tragué querosén. Me acuerdo que siempre teníamos un vaso de leche por si me mandaba un trago. Pero justo ese día no había leche. Sin que nadie supiera, salimos corriendo a tocar las puertas de los vecinos, para pedir leche. Hasta que una vecina me dio un vaso bien grande, y la función siguió normalmente. Otra vez poniendo los cortinados me tragué un alfiler y terminé en el Hospital.
La vez que Cachito injirió el combustible, recuerda Reynaldo, Chocolate y Pepinucho debieron adelantar su número. Mientras alguien corría para buscar leche, los payasos hacían la función a un volumen fuera de lo normal. Había que tapar las sonoras arcadas que venían desde atrás del cortinado.

El Fakir.
Después de haberse deslumbrado con Tu Sam, Carlos soñaba con poder hacer, alguna vez, el número del tragasables. “Yo quería ser un fakir. En mi acto principal me acostaba sobre vidrios y hacía un mortal y caía de espaldas sobre los cristales. Los chicos no lo podrían creer. Al final pedía que uno del público se parara sobre mí, con todos los vidrios abajo. Había un truco, pero para el que no sabía era una hazaña. Pero mi gran meta era llegar, alguna vez, a tragarme una espada”.
-¿Y cuál era el truco de los vidrios?
-Yo les pasaba una lija, uno por uno, miles de vidrios. Después les pasaba un tronco por encima para que queden parejos sobre la tela y ninguno me lastimara.
-¿Y qué pasó con el sable?
-Lo que pasó es que fuimos a asesorarnos a un circo, para ver cómo teníamos que hacer. Y uno de los artistas nos dijo que teníamos que empezar con una pluma de ganzo. Así que yo busqué una pluma bien bonita y larga, e intenté pasármela por la garganta. Y nunca pude. Terminé vomitando todo.

La gira.
“¿Y por qué no vamos con el circo otros pueblos?”. La ambición de Cachito no tenía límites. Pero como era el más grande y todo indicaba que Carcarañá había crecido lo suficiente, los demás no pusieron objeciones. Así se inició la gira que terminaría por unir tres pueblos del sur pampeano.
“A General Campos fuimos con la publicidad armada. En el camión de Coco González llevamos todo y en una camioneta instalamos el altoparlante. Pero al llegar tuvimos un inconveniente: el terreno que nos ofrecía Villegas, un viejo hotelero de Campos, para instalar el espectáculo, estaba lleno de yuyos y tenía un gallinero en una de las esquinas. Y además había gallinas sueltas por todos lados”, dijo Carlos Lostuzzi. Y agregó: “Lo primero que hicimos fue desalojar las aves, sacar la bosta del gallinero, cortar los yuyos a pala, y conseguir la luz para hacer la función nocturna. En el gallinero armamos el camarín”.
“Fue un éxito, en Campos nos vieron 450 personas. Y el micrófono en pista fue un gran acierto porque podíamos hacer la locución desde allí, podía haber un anfitrión. Quizás ahí nos dimos cuenta que habíamos cobrado nuestro primer sueldo, porque antes todo se reinvertía en el circo”, señaló Luis.
En Colonia Santa Teresa los Carcarañá se quedaron sin el micrófono en pista porque los acróbatas alemanes lo necesitaban para su gira por la Patagonia. Sin embargo, la publicidad del espectáculo se hizo igual, de una manera más novedosa. “Salimos por las calles vestidos como los personajes que hacíamos en el circo, como si fuésemos una murga. Los payasos se pegaban y hacían bromas. Y los demás voceábamos ‘al cirrrrco, al cirrrco…’, imagínense la sorpresa de los coloniales. No entendían nada”, añadió Carlos.
“Lo único malo de esa vez, es que nos quedamos cortos con el fiambre que llevábamos para comer. Volvimos a casa a las dos de la mañana con un hambre terrible”, recordó Cacho.

La despedida.
La última función, dicen con orgullo los protagonistas, fue “a pedido de la gente”. Todos están de acuerdo en que fue “el cierre soñado” y que las 700 personas que los vieron esa noche de sábado, casi un tercio del pueblo, terminaron de pie, “rompiéndose” las manos en un aplauso cerrado. Ellos mientras tanto, se tomaban las manos para saludar y las alzaban como nunca antes. “El lugar donde estaba el circo nos quedaba chico, entonces montamos todo en la cancha de básquet descubierta del Club Huracán. Estaba terminando el verano”, recordó Lostuzzi.
La difusión de la última función no se hizo mediante caminatas por las calles, ni con embudo mediante, sino con una propaladora. Esa vez, las luces del predio realzaban el escenario y un reflector circular enfocaba la actuación de cada uno de los protagonistas. “El marco definitivo lo dio el público. Fue impresionante, la cantidad de gente excedió la capacidad de la semicircunferencia de bolsas de arpillera y hubo que resignar el cobro de varias entradas abriendo el espacio. Hasta el día de hoy pienso que todo fue un sueño”, dijo Reynaldo.
Esa fue la última función de Carcarañá.
“No sé bien por qué se terminó todo. Supongo que tuvo que ver con el comienzo de la secundaria. La mayoría de nosotros estaba en esa etapa”, dijo Reynaldo.
“Mi viejo me había dicho que ya era grande y que lo del circo me iba a robar mucho tiempo. Me dijo que lo principal era el estudio”, rememoró Carlos.
“Yo era el más grande en mi familia y papá había muerto hacía poco. Tenía que trabajar para llevar la comida a casa y no me quedaba otra”, dijo Cacho. Y agregó: “Yo no quiero morirme sin volver a juntarme con mis amigos del circo. Compartir una cena y que entre todos recordemos esos momentos. Nada más pido…”.

Mensaje.
“En una época, cuando recién arrancaba Carcarañá, era muy común que se sorteara un regalo entre el público. En una oportunidad, el payaso Chocolate vio que había una nena que no era del pueblo. Le habían dicho que había venido de Buenos Aires a pasar sus vacaciones. Al circo había ido con sus primas”, cuenta Reynaldo en tercera persona, viéndose a si mismo desde de lejos, hace casi medio siglo. Y sigue: “Deslumbrado por la presencia de la niña, el payaso Chocolate hizo que el premio, un perfume que usaban las niñas de la época, recayera en ella para entregárselo personalmente. Después de eso, un cándido romance infantil se repitió durante varios veranos. Todo se diluyó cuando llegó la adolescencia. Y de ahí nunca más, ninguna noticia”.
Hasta que hace un par de años, Reynaldo -ya no Chocolate- abrió su cuenta de Facebook y recibió una invitación: “¿Te acordás de mí?”.
*PERIODISTA.

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Foto Lautaro Bentivegna

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